Francotiradores argentinos contra paracaidistas ingleses: la batalla más «infernal» de las Malvinas
El 14 de junio de 1982 Argentina capituló oficialmente ante Gran Bretaña y reconoció su soberanía sobre las Islas Malvinas. La Junta Militar que regía el país lo hizo después de que las tropas inglesas conquistaran Puerto Argentino. La contienda comenzó el 2 de abril de 1982
En esta lid unos pocos soldados y francotiradores argentinos lograron detener durante doce horas el avance de una de las unidades de élite «british» más reputada: los paracaidistas ingleses. Conscriptos sin formación, jóvenes de 18 años... Todos ellos plantaron cara (e hicieron sudar sangre) a unos soldados que se habían curtido contra enemigos tan temibles como el IRA. Sin embargo, tras la capitulación de Argentina fueron olvidados por un país deseoso de desterrar de la memoria aquella derrota. Así fue hasta la década de los noventa, cuando empezaron a alzar la voz y se reivindicaron como veteranos de guerra.El 2 de abril de 1982. Esa fue la fecha en la que Argentina comenzó una contienda que puso en jaque el país. Poco después, el 14 de junio, capituló ante el Reino Unido y, tras una guerra que duró poco más de dos meses, abandonó las islas Malvinas. El enfrentamiento, breve en el calendario, marcó sin embargo un antes y un después en la historia colonial británica. Y es que, los militares enviados por Margaret Thatcher se enfrentaron a un enemigo que, aunque carecía de una formación equiparable a la suya, exprimió hasta la extenuación el valor en batallas como la de monte Longdon.
Conflicto latente
Las Malvinas (o las Falklands,
como las denominan los británicos) son, en la práctica, un conjunto de
pequeñas islas ubicadas a 480 kilómetros de la Argentina continental y a
12.000 de Gran Bretaña que también incluyen las Orcadas y las Shetlands del Sur. Tan solo dos de ellas –las más grandes- logran hacerse un hueco en la mente colectiva: la «Soledad» y la «Gran Malvina».
El resto, al menos en Europa, han caído bajo el oscuro velo de la
indiferencia que provoca la lejanía. Sin embargo, su soberanía (ejercida
desde el XIX por el Reino Unido) ha causado a lo largo de la historia
una extensa lista de enfrentamientos entre ingleses y argentinos. No en
vano, en 1965 laresolución 2065 de la ONU confirmó que este era un «territorio en disputa» y llamó a las dos partes a llegar a un acuerdo político.
Informe para arriba, documento para abajo, las hojas del calendario
fueron cayendo sin que se hallara ninguna solución diplomática al
conflicto. Y así siguió hasta 1982. Año en el que la Junta Militarargentina
(dictadura, en términos profanos) esgrimió la soberanía de las Malvinas
para, bajo la cálida sombra del orgullo patrio, esquivar problemas
sociales como las desapariciones masivas, la inflación o el hartazgo
popular. Con ese caldo de cultivo solo hubo que esperar a que un
incidente prendiera la mecha del conflicto. Y este se sucedió el 19 de marzo, cuando una cuarentena de obreros enviados por el empresario Constantino Davidoff desembarcó en una isla cercana a las Malvinas (previa autorización inglesa) con objetivos comerciales y empresariales.
En la popular obra «Malvinas. La trama secreta»,
los autores afirman que el grupo izó la bandera de Argentina en dicha
isla. Un hecho que fue tomado por las bravas por los ingleses.
A las pocas horas la «Royal Navy»
envió un buque para obligar a los trabajadores a marcharse. Acción que,
a su vez, contrarrestó el país latinoamericano movilizando a varias
unidades militares. Así dio comienzo el conflicto. Un enfrentamiento
que, a pesar de extenderse poco más de 70 días, acabó con la vida de un
millar de personas y provocó decenas de miles de bajas.
Los movimientos de tropas se materializaron finalmente el 2 de abril cuando (según se narra en el libro «Las grandes batallas de la historia»-editado por History Channel-) unos 70 infantes de marina argentinos y «100 integrantes de las fuerzas especiales» doblegaron a los Royal Marines ingleses que protegían las Malvinas.
La primera ministra del Reino Unido Margaret Thatcher (que se había ganado a pulso el apodo de «Dama de Hierro» por
su peculiar forma de hacer política) no titubeó. A pesar de la
distancia, movilizó a más de un centenar de buques de guerra (entre
barcos militares, de transporte y submarinos) y casi 30.000 infantes. Su
declaración ante la Cámara de los Comunes fue clara: «Un territorio de
soberanía británica ha sido invadido por una potencia extranjera. El
gobierno ha decidido enviar a una gran fuerza expedicionaria tan pronto
como todos los preparativos estén completados». Sus palabras resonaron
como un trueno.
Solo cuatro días después, el General de Brigada Mario Benjamín Menéndez
asumió el gobierno de las Malvinas e inició la construcción de las
defensas para resistir el alud inglés que se le venía encima.
En pocos jornadas posicionó en las Malvinas a más de 10.000 combatientes
dispuestos a enfrentarse a los británicos. La mayoría, eso sí,
conscriptos: soldados reclutados a toda prisa entre la población para
engrosar las filas del ejército. Así lo señala el autor Fernando A.
Iglesias en su obra «La cuestión de Malvinas». Bruno Tondin, en su libro «Islas Malvinas, su historia, la guerra y la economía, y los aspectos jurídicos su vinculación con el derecho humanitario», tilda a estos combatientes de «jóvenes sin preparación», aunque también de «valientes» que no dudaron en enfrentarse a los ingleses en nombre de su país.

En mayo llegó la avanzadilla británica a las Malvinas. Y lo hizo
sabiendo que debía asegurar el espacio aéreo si quería llevar a cabo un
desembarco anfibio de forma segura. Para su desgracia, Reino Unido solo
contaba con los cazas y bombarderos que podía desplazar en sus dos
portaviones (unos 34), mientras que los argentinos sumaban más de un
centenar de aparatos. Por entonces todavía se respiraba en el ambiente
cierta calma, pues sobre la mesa no había una declaración oficial de
guerra.
Pero esa tranquilidad duró poco. Concretamente, hasta el 2 de mayo. En
esa aciaga jornada, los británicos hundieron el crucero argentino «General Belgrano»
al considerar que estaba llevando a cabo una serie de movimientos
militares con intención de atacar a sus portaaviones. El ataque causó la
muerte de 323 argentinos. Así definió la situación Rudulfo Hendrickse (destinado
en el navío): «Había multitud de hombres heridos. La mayoría se había
quemado. Había hombres cubiertos de aceite. Cuando llegué al bote
salvavidas le dije a un marinero que viniese conmigo a buscar a algunos
desaparecidos, como el comandante».
La Junta Militar respondió tomando los cielos. A pesar de que los Harrier «british»
dieron más de un quebradero de cabeza a sus enemigos, el enfrentamiento
se saldó, para empezar, con la destrucción del «HMS Sheffield» a principios de mayo. Fue el primer buque inglés hundido en acción de guerra tras la Segunda Guerra Mundial.
Ya era más que oficial. La guerra había llegado a las Malvinas. Un hecho
que quedó todavía más cristalino cuando, el 21 de mayo, los británicos
desembarcaron en el Puerto de San Carlos (al
noroeste de la isla Soledad) inutilizando o derribando hasta 12 aviones
y 3 helicópteros enemigos. Una vez en tierra, las tropas «british» se
dispusieron a recorrer a pie los 80 kilómetros que separaban la cabeza
de playa del premio final: Puerto Argentino (la capital de la
resistencia).
Hacia Monte Longdon
En las semanas siguientes los británicos comenzaron su lento pero inexorable avance hasta Puerto Argentino.
Lo hicieron a base de fusil y experiencia militar. La misma que
escaseaba entre unos defensores que, por otro lado, rebosaban
sentimiento patrio y valor.
Posición tras posición, los ingleses superaron a los latinoamericanos
hasta lograr ubicarse a principios de junio a poco más de una veintena
de kilómetros de la capital. Sin embargo, en su camino hacia la victoria
se interponían varias unidades acantonadas en ubicaciones como el
monte Harriet o el Dos Hermanas.
De todas ellas, no obstante, la más destacable era la del monte
Longdon, una de las últimas elevaciones antes de llegar al corazón de la
resistencia y, por tanto, clave en la defensa. Si los británicos
lograban dominar este terreno, tendrían a tiro su objetivo final.
Lo que no sabían es que aquella conquista les iba a costar sangre y
sudor. Y eso a pesar de que el monte Longdon estaba defendido únicamente
(y según afirma Pablo Camogli en su libro «Batallas de Malvinas»)
por una sola compañía reforzada. Un total de 278 hombres (la mayoría
conscriptos) pertenecientes a las siguientes unidades: el Séptimo Regimiento de Infantería, la Primera Sección de la Compañía de Ingenieros Mecanizada 10 y una sección de seis ametralladoras Browning de la Infantería de Marina.
Las condiciones de los defensores eran más que precarias ya que, además
del frío (soportaron una sensación térmica de hasta -4 grados, según
explicó posteriormente el inglés Nick Rose),
carecían de armas decentes y vituallas. «En lo único que pensábamos era
en comer. Solo consumíamos sopa que, realmente, era más agua que caldo.
Un par de veces nos dieron chicle», señalaba el soldado Luis Lecesse en
el reportaje «Viaje al infierno. Batalla del Monte Longdon».
Para enfrentarse a estas tropas, los ingleses enviaron al 3er Regimiento de Paracaidistas (o 3 PARA). Una unidad que, según explica en un dossier sobre la batalla Eduardo C. Gerding (militar y antiguo Jefe de la División Prestacional de la Subgerencia de Veteranos de Guerra), «constituye un cuerpo de élite hermético e intensamente competitivo».
«Su rol como unidad de asalto frontal se ve reflejada a través de un
arduo y prolongado proceso de selección que elimina a todos los
postulantes excepto a los mas dedicados y agresivos», añade. Estos
hombres estaban reforzados, a su vez, por seis piezas de artillería de
105 mm.
A pesar de que la ventaja de los ingleses era, en principio, de poco más
del doble, Camogli señala que la realidad era bien diferente: «Una sola
compañía reforzada (278 hombres) tuvo que enfrentarse a todo un
batallón (de casi 600 efectivos). La proporción inicial a favor de los
británicos era de 2 a 1, pero si extendemos el análisis al poder de
combate relativo, la proporción se ampliaba a 5 a 1».
El comienzo
El ataque comenzó en la noche del 11 de junio. Aproximadamente a las
20:01 (según explica Camogli), los ingleses avanzaron sobre la ladera
del monte Longdon. Su objetivo era conquistar la cima avanzado sin ser
vistos hasta las posiciones argentinas. Una vez allí, destrozarían sus
líneas defensivas a quemarropa. Sencillo sobre el papel, pero más que
complejo en realidad.
En mitad de la oscuridad, la compañía A del 3 PARA avanzó por el norte, la compañía B lo hizo por el oeste, y la compañía C quedó en reserva.
El paracaidista inglés Mark Eyle Thomas definió
así el plan: «Se esperaba que la moral argentina y su resistencia fuese
débil. Nos aseguraron que no habría campos minados. Los 3 PARA
atacarían a pie […] Para contribuir al factor sorpresa el ataque sería
silencioso. Cubierto por la oscuridad, nuestro pelotón […] avanzaría
campo a través a lo largo del borde norte del monte antes de desplazarse
al sur [...]. Allí uniría fuerzas con el 5to Pelotón y continuaría
avanzando hacia la cima [...]. Nuestra Compañía A atacaría la cima mas
pequeña».

Apenas unos minutos después se sucedió el desastre cuando un soldado
inglés entró de lleno en un campo de más de 1.500 minas que los
argentinos habían instalado a los pies del monte. Sin percatarse de la
trampa mortal en la que se había metido, pisó un explosivo.
Así definió el suceso el hoy Teniente General Hew Pike -al
mando de la operación-: «El avance inicial hacia el pie de la montaña
fue silencioso y sin problemas, hasta que un cabo de la compañía B pisó
una mina. La explosión le arrancó una pierna y el elemento sorpresa se
perdió». Thomas, por su parte, explicó así el suceso: «Poco después de
la medianoche avanzamos en formación escalonada. Cinco minutos después
escuchamos una explosión seguida de gritos de dolor. Mi jefe de sección,
el Cabo Brian Milne, había pisado una mina».
Primeros disparos
Tal y como relata Thomas, a partir de ese momento se «desató el
infierno». Desde la cima los argentinos comenzaron a disparar sus armas
pesadas contra los paracaidistas de la compañía B: «El caos reinaba. Los
argentinos gritaban las órdenes desde lo alto, seguido por ráfagas de
armas automáticas, balas trazadoras y explosiones». Por si el nutrido
fuego de fusilería fuese poco, los defensores dirigieron contra el 3
PARA una letal ametralladora de calibre 50 ideada, en palabras del
inglés, para abatir aviones en pleno vuelo. La compañía B se vio
detenida en seco.
Mientras sus compañeros sufrían un torrente de cartuchos, la compañía A
(ubicada en el flanco izquierdo) logró avanzar y superar la primera
línea de defensa argentina. Posteriormente, la unidad se lanzó de bruces
contra las posiciones enemigas ubicadas en el flanco derecho de los
defensores, las cuales conquistó tras duros combates.
En medio de aquel caos, los dos bandos lanzaron bengalas para iluminar
el campo de batalla y distinguir a sus enemigos en la lejanía. Pero ya
era tarde, pues la compañía A ya había entrado en lid a bayoneta calada.
Un feroz ataque... detenido
Mientras la compañía A avanzaba, la compañía B se vio obligada a cargar
contra las ametralladoras pesadas argentinas. Thomas definió así el
asalto, que se llevó a cabo también a bayoneta: «Los hombres estaban
detrás de mí y a mi izquierda, sus bayonetas brillando bajo la luna. […]
Todos esperando la orden de atacar. En la Primera Guerra Mundial se
dio la orden de ataque por el sonido de un silbato, con lo cual los
chicos se lanzaban contra el enemigo. Más de 60 años más tarde estábamos
haciendo básicamente lo mismo pero sin el silbato. "¡Carga!"
Pasamos la cresta y corrimos hacia el enemigo. Disparaba mi arma y no
pensaba en nada. Sin dudas, sin miedo, como un robot. Seguimos como
imparables, sin inmutarnos por las grandes armas».
El ataque logró desalojar a los argentinos. Sin embargo, el 3 PARA no
pudo continuar su avance debido a dos contrincantes inesperados. El
primero fueron las baterías de artillería que,
de improviso, empezaron a apoyar desde la lejanía a los defensores. El
segundo fue mucho más determinante: el continuo fuego de los
francotiradores. Combatientes entrenados que hicieron buen uso de los
escasos visores nocturnos que habían puesto a su disposición los mandos.
Tanto Camogli como Gerding hacen hincapié en el papel de estos
militares. El último, de hecho, se deshace en elogios hacia ellos: «La
totalidad de una compañía británica fue detenida durante horas por la
acción de uno solo de estos francotiradores. Dentro los pocos
francotiradores conocidos se encuentra el Cabo de Infantería de Marina Carlos Rafael Colemil».
Animado por el fuego aliado, los argentinos trataron de recuperar las posiciones perdidas, sin lograrlo.
La compañía A
Paralelamente, la compañía A continuó su avance hasta toparse con una
línea defensiva formada por una sección de infantería que le paró los
pies. Esa pequeña victoria dio un respiro a los argentinos, quienes se
hallaban desbordados en todos los frentes. En un intento de restablecer
las líneas, los oficiales ordenaron a las reservas de ingenieros cargar contra los paracaidistas para
evitar la debacle. El plan funcionó a medias. Aunque estos hombres no
lograron recuperar las pociones perdidas, sí detuvieron al enemigo.
En las siguientes dos horas las balas surcaron los cielos y los
francotiradores no alejaron el dedo del gatillo. Así lo explicó uno de
los soldados argentinos presentes en la contienda, Alberto Ramos:
«Esto es un infierno. Hay ingleses por todos lados y me cuesta
identificar si los proyectiles que caen son los de nuestra artillería
que nos apoya o de la artillería inglesa que los apoya a ellos».
La contienda se estancó para la compañía A. Mientras, la compañía B se
lanzó una y otra vez contra las posiciones defensivas argentinas, aunque
fue detenida por el fuego de las ametralladoras y de los letales
tiradores de élite. «En cada nueva carga, caían dos o tres soldados por
el efectivo fuego de los francotiradores. Ante esa situación solicitaron
fuego de apoyo a la artillería, la que respondió con rapidez y
precisión logrando que sus hombres se reacomodaran en el terreno»,
completa Camogli.
A la conquista del monte
A las cinco de la mañana, tras múltiples horas de contienda, el sol
comenzó a alzarse sobre el monte Longdon. Por desgracia, lo que sus
rayos iluminaron fue un campo de muerte. Para entonces, la insistencia
de los paracaidistas había acabado con la resistencia. Casi sin munición
y con la defensa desbaratada, los mandos argentinos dieron la orden de
retirada a eso de las seis y media. Aunque eso sí, sabiendo que habían resistido durante casi medio día a la élite de las tropas inglesas.
Hasta las 9 los paracaidistas ingleses no aseguraron el campo de
batalla. Al final, lo hicieron a punta de bayoneta mediante una ofensiva
que acabó con los escasos defensores que todavía había en el campo.

«En esta carga final se registraron, según la denuncia efectuada por los
veteranos de guerra argentinos, que fue confirmada en 1991 por Vincent
Bramley -ametralladorista del PARA 3-, numerosos casos de fusilamientos de prisioneros y heridos argentinos.
Bramley cita unos diez casos, pero es factible que hayan sido más»,
añade Camogli. Aquellos que ofrecieron resistencia fueron sacados de los
búnkers y ejecutados a bayonetazos.
Así explica los momentos finales de la contienda Russell Phillips en su libro «Un asunto muy reñido. Una breve historia sobre el conflicto de las Malvinas»:
«La dura batalla resultante duró doce horas. El comandante británico
del Comando 3, el Brigadier Julian Thompson, se acercó con la orden de
retirada. Sin embargo, al final, con apoyo de fuego de artillería y
fuego naval del arma de 4.5" del HMS Avenger , los británicos tomaron la
montaña. Las pérdidas británicas ascendieron a 18 muertos y 40 heridos,
mientras que las argentinas fueron 31 muertos, 120 heridos y 50 tomados
prisioneros. Se otorgaron varias condecoraciones a los paracaidistas
británicos por las acciones en la batalla, incluyendo una Cruz Victoria
en forma póstuma».
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